Esta semana me tope a Jero entre las sombras de un café, él para mi ya no pasa desapercibido, y mientras tomábamos un americano cargado me relataba lo siguiente:
Muy fría ha sido la semana, como frío ha sido el pensamiento que he tenido sobre la señora del restaurante italiano. Recuerdo haber llegado muy temprano para tomar una copa de vino y al prender el primer cigarrillo de la cajetilla, la vi. Ella estaba sentada perpendicularmente a mi en una mesa para dos y su mirada estaba perdida en el árbol que se encuentra a la mitad del área designada para fumadores y que, desde que he venido a este lugar, casi dos años, ha tenido a su alrededor una serie luminosa de foquitos muy discretos entubados en una manguera de plástico transparente. Tendrá por lo menos 60 años y viste ropas que uno no estaría acostumbrado a ver en alguien de su edad, además de que sobre su cabeza hay un sombrero un tanto ridículo. El humo de mi cigarro asciende tranquilamente sin romperse en múltiples hilos de color gris, ella sigue sin verme.
A mi atención vienen los tres jóvenes que están sentados en la mesa más próxima a la mía, por lo que puedo escuchar su conversación sin que ellos noten que los estoy escuchando pues pierdo la mirada en el mismo árbol que la señora está viendo. Son dos mujeres y un hombre. Morenas de cabello negro sin peinar y cara limpia de maquillaje, sus ropas son cómodas, sencillas, nada ostentosas. Él, tiene una mantilla de hilos rojos, blancos y dorados alrededor de su pecho y espalda, viste además una playera de color gris, sin estampados y un poco agujereada en la base. Pero lo que me llama la atención no es su vestimenta, quizás un poco el hecho de que calzara unas chancletas rojas con el frío que se siente, sino su plática sobre los senos de Gabriela. Ellas piensan que son un poco pequeños, a lo que él responde que ojala él tuviera un par de ellos! Mi mirada rápidamente despierta de su letargo y se posa en la pareja que esta frente a mi. Parecen muy enamorados. Realmente lo están, ya que no pueden evitar dar muestras de su amor. Ella lo besa y abraza mientras él se limita a besar su mano. Ordenan spaghetti a la "algo" que no puedo pronunciar y mucho menos escribir, el mesero destapa la botella de vino y sirve sus copas. Los dos beben, ríen, se besan. El celular que cuelga de su cinturón tiene unos minutos anunciando una llamada entrante mediante el destello rojizo a un lado de donde hasta hace algunos años estos aparatos usaban antena, aún no nota la llamada. Mi cigarro se ha terminado y enciendo otro de inmediato. El intermitente destello del celular ha comenzado a inquietarme, el señor observa el aparato y decide no contestar. El destello se detuvo pero no tarda mucho en volver a tintinear, esta vez se quita el celular, observa quien lo llama, susurra algo a su novia (no se observan anillos) y camina hacia mi, me rodea y comienza hablar. Mientras tanto el aroma de su colonia es tan fuerte que impregna el aire por donde pasa. Mi cigarro no puede ganar la batalla aromática que se desarrolla en nuestro espacio y como perdedores sufrimos el castigo. La conversación del señor cobra relevancia por que habla con una persona muy cercana a él ya que utiliza palabras como "amor", "cielo" y la mentira asoma cuando exclama estar en una comida con Juan Santiago y Ramón Pereira. Yo no veo ni a Juan Santiago, ni a Ramón Pereira, quizás vienen retrasados...
Algo raro sucede con esa señora, no ha dejado de ver el árbol desde que yo estoy aquí, su comida esta en la mesa desde hace por lo menos 10 minutos y solamente un par de bocados se ha llevado a la boca. Su mirada es triste, vacía. No mira nada, no ve nada, ella no esta aquí. La gente pasa junto a ella, el murmullo de los comensales ha ido creciendo hasta ser un monótono ruido a voces desde el cual en ciertos momentos resalta el cristal chocante de los vasos y copas, pero ella no ve a nadie, no escucha nada. Ha pasado casi una hora y media desde que llegue al restaurante, he terminado mi comida, hecho sobremesa y ella sigue comiendo. Es como si fuera una máquina que no piensa, no ve, no siente, sólo actúa. ¿Su acción? mover el tenedor hacia arriba y hacia abajo, del plato a su boca y de su boca al plato, masticar y tragar. Tristeza derrama desde su ser y no puedo descifrar el porqué de su estar. Platillo y medio ha sido una larga agonía de dos horas de espera. El frío ha calado más, son casi las 6. Los meseros cordialmente me invitan con sus miradas a retirarme pues ya no he pedido más desde hace una hora y estoy ocupando una mesa que podría estar generando dinero. Los jóvenes hace rato que se marcharon; de los amantes sólo el recuerdo queda, pero ella sigue ahí. Me veo forzado a salir, cruzo por su lugar con la esperanza de sacarla del trance y quizás exorcizar su imagen de mi cabeza. No hay respuesta. No hay exorcismo.
No he vuelto a verla pero su recuerdo persiste y aún me fascina, especialmente cuando vuelvo al restaurante o veo algun árbol decorado con foquitos.
Muy fría ha sido la semana, como frío ha sido el pensamiento que he tenido sobre la señora del restaurante italiano. Recuerdo haber llegado muy temprano para tomar una copa de vino y al prender el primer cigarrillo de la cajetilla, la vi. Ella estaba sentada perpendicularmente a mi en una mesa para dos y su mirada estaba perdida en el árbol que se encuentra a la mitad del área designada para fumadores y que, desde que he venido a este lugar, casi dos años, ha tenido a su alrededor una serie luminosa de foquitos muy discretos entubados en una manguera de plástico transparente. Tendrá por lo menos 60 años y viste ropas que uno no estaría acostumbrado a ver en alguien de su edad, además de que sobre su cabeza hay un sombrero un tanto ridículo. El humo de mi cigarro asciende tranquilamente sin romperse en múltiples hilos de color gris, ella sigue sin verme.
A mi atención vienen los tres jóvenes que están sentados en la mesa más próxima a la mía, por lo que puedo escuchar su conversación sin que ellos noten que los estoy escuchando pues pierdo la mirada en el mismo árbol que la señora está viendo. Son dos mujeres y un hombre. Morenas de cabello negro sin peinar y cara limpia de maquillaje, sus ropas son cómodas, sencillas, nada ostentosas. Él, tiene una mantilla de hilos rojos, blancos y dorados alrededor de su pecho y espalda, viste además una playera de color gris, sin estampados y un poco agujereada en la base. Pero lo que me llama la atención no es su vestimenta, quizás un poco el hecho de que calzara unas chancletas rojas con el frío que se siente, sino su plática sobre los senos de Gabriela. Ellas piensan que son un poco pequeños, a lo que él responde que ojala él tuviera un par de ellos! Mi mirada rápidamente despierta de su letargo y se posa en la pareja que esta frente a mi. Parecen muy enamorados. Realmente lo están, ya que no pueden evitar dar muestras de su amor. Ella lo besa y abraza mientras él se limita a besar su mano. Ordenan spaghetti a la "algo" que no puedo pronunciar y mucho menos escribir, el mesero destapa la botella de vino y sirve sus copas. Los dos beben, ríen, se besan. El celular que cuelga de su cinturón tiene unos minutos anunciando una llamada entrante mediante el destello rojizo a un lado de donde hasta hace algunos años estos aparatos usaban antena, aún no nota la llamada. Mi cigarro se ha terminado y enciendo otro de inmediato. El intermitente destello del celular ha comenzado a inquietarme, el señor observa el aparato y decide no contestar. El destello se detuvo pero no tarda mucho en volver a tintinear, esta vez se quita el celular, observa quien lo llama, susurra algo a su novia (no se observan anillos) y camina hacia mi, me rodea y comienza hablar. Mientras tanto el aroma de su colonia es tan fuerte que impregna el aire por donde pasa. Mi cigarro no puede ganar la batalla aromática que se desarrolla en nuestro espacio y como perdedores sufrimos el castigo. La conversación del señor cobra relevancia por que habla con una persona muy cercana a él ya que utiliza palabras como "amor", "cielo" y la mentira asoma cuando exclama estar en una comida con Juan Santiago y Ramón Pereira. Yo no veo ni a Juan Santiago, ni a Ramón Pereira, quizás vienen retrasados...
Algo raro sucede con esa señora, no ha dejado de ver el árbol desde que yo estoy aquí, su comida esta en la mesa desde hace por lo menos 10 minutos y solamente un par de bocados se ha llevado a la boca. Su mirada es triste, vacía. No mira nada, no ve nada, ella no esta aquí. La gente pasa junto a ella, el murmullo de los comensales ha ido creciendo hasta ser un monótono ruido a voces desde el cual en ciertos momentos resalta el cristal chocante de los vasos y copas, pero ella no ve a nadie, no escucha nada. Ha pasado casi una hora y media desde que llegue al restaurante, he terminado mi comida, hecho sobremesa y ella sigue comiendo. Es como si fuera una máquina que no piensa, no ve, no siente, sólo actúa. ¿Su acción? mover el tenedor hacia arriba y hacia abajo, del plato a su boca y de su boca al plato, masticar y tragar. Tristeza derrama desde su ser y no puedo descifrar el porqué de su estar. Platillo y medio ha sido una larga agonía de dos horas de espera. El frío ha calado más, son casi las 6. Los meseros cordialmente me invitan con sus miradas a retirarme pues ya no he pedido más desde hace una hora y estoy ocupando una mesa que podría estar generando dinero. Los jóvenes hace rato que se marcharon; de los amantes sólo el recuerdo queda, pero ella sigue ahí. Me veo forzado a salir, cruzo por su lugar con la esperanza de sacarla del trance y quizás exorcizar su imagen de mi cabeza. No hay respuesta. No hay exorcismo.
No he vuelto a verla pero su recuerdo persiste y aún me fascina, especialmente cuando vuelvo al restaurante o veo algun árbol decorado con foquitos.
Ayer casualmente me senté frente a ese árbol decorado con foquitos. No pude evitar la sonrisa evocando tu texto. Y dejándote las crónicas a tí, regálanos más!
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